Massive Attack: el espejo de nuestras vergüenzas
Sucede que en muchas ocasiones las crónicas, ya sean de cine, televisión, música o cualquier otra expresión artística, se redactan momentos después de presenciarla. Por un lado, se consigue plasmar sensaciones y detalles de un modo más fidedigno, más fresco. Cada palabra se teclea con la certeza de que lo que escribes concuerda con lo vivido minutos u horas antes. Pero hay momentos en los que uno se siente sobrepasado por lo vivido y duda sobre si el impacto de lo presenciado le permite ser objetivo a la hora de juzgarlo.¿Puede un momento de debilidad personal afectar la percepción de un espectáculo que debes tratar con imparcialidad?
Es una duda legítima que lleva a la madre de todas las preguntas que se hace aquel que se enfrenta al folio en blanco: ¿se escribe para contar lo sucedido o para contar lo sentido? Ahora mismo han pasado casi 24 horas desde que he visto por primera vez a Massive Attack en directo y no es hasta este momento que me siento completamente seguro de que puedo intentar plasmar en varios párrafos la experiencia increíble que ha supuesto para mí el vivirlo. Y lo puedo hacer porque al recordar cada detalle la piel se me eriza, los ojos se me acristalan y el estómago se me remueve, tal como hizo la noche del 31 de agosto de 2024 en el Kalorama Madrid.
Massive Attack no es una banda al uso. Es algo que ya sabía. Conocía de la importancia del mensaje en su música y en sus actuaciones. Del activismo de sus componentes y el compromiso con causas justas. Por supuesto, tenía conocimiento de cómo prácticamente inventaron el trip-hop y he escuchado su discografía lo suficiente como para manejarme a la hora de escribir sobre ellos. Pero tampoco os voy a mentir, en aquel Mad Cool de 2018 cuando la banda decidió cancelar su concierto porque se acoplaba el sonido de Franz Ferdinand en un escenario cercano, me fui a ver a La M.O.D.A. sin hacer mucho drama de aquello. Si acaso, me creó una imagen del grupo un tanto antipática, porque aunque es cierto que programarlos en el cuarto escenario era bastante insultante, la carpa estaba llena hasta los topes de fans con ganas de verles. Seis años después, los de Bristol consiguieron que las expectativas que cargase conmigo camino a Ifema, ya fuesen pocas, muchas o máximas, saltasen por los aires.
En el tiempo del miedo a la cancelación, donde el silencio entre aquellos con el poder de influir en millones de personas gracias a un micrófono habla mucho más fuerte que cualquier proclama, Massive Attack desgarran al sistema de arriba a abajo. Pisan todo charco que se pueda pisar y hacen sentir al espectador como un mequetrefe manejado por hilos invisibles y, a la vez, como un demonio culpable, por omisión, de todos los males del universo. ¿Cómo? Con el poder de los visuales más impactantes y estimulantes que he podido presenciar en mi vida y, por supuesto, despojados de ningún tipo de miedo para hacer de su actuación un clínic político. Muchos, entiendo que aquellos a los que los mensajes lanzados le incomodasen por sentirse próximos a ‘los malos de la película’, podrán decir que es un espectáculo pretencioso que desvirtúa la música y el sentido último de un festival. Otros, aquellos que apreciamos y echamos en falta más artistas comprometidos, nos dejamos las manos aplaudiendo cada pausa entre canción y canción.
Todo, absolutamente todo lo que pasaba en el escenario cobraba un sentido épico durante el concierto desde el inicio, con una chica haciendo una especie de grabación a cámara, ante el silencio sepulcral de las miles y miles de personas congregadas en la última jornada del Kalorama. Algo que sería la tónica durante la hora y media de set. Porque Massive Attack no hacen rock, no hacen música de baile. Se trata de algo mucho más parecido a un trance con picos que nos llevan a las nubes, pero que requiere de la complicidad y la introspección del público. Por la diana de la banda desfilaron desde Estados Unidos a Israel, pasando por las ‘fake news’, la superficialidad de las redes sociales, la guerra de Ucrania, las conspiraciones sin pies ni cabeza, el consumismo desmesurado, la industria armamentística e incluso el propio público asistente al concierto. El conflicto en Palestina, con imágenes de la Gaza pre y post-agresión israelí y datos apabullantes acerca de la connivencia de occidente con el mismo fueron el eje central del ‘show’.
Un reguero de estímulos plasmados en una pantalla gigante acompañada siempre, cual banda sonora original del dolor, con una retahíla enorme de grandes temas del grupo, como ‘Girl I love you’, ‘Safe from harm’, ‘Karmacoma’ y versiones de ‘Rockwrok’ de Ultravox y ‘Song to the siren’ de Tim Buckley, además de una tremenda ‘Levels’ de Avicii que contrastaba con el momento más crudo del concierto. Robert del Naja y Grant Marshall se rodearon de una increíble banda y tuvimos la inmensa suerte de poder disfrutar junto a ellos de una leyenda viva del reggae y de la música como Horace Andy, la colaboración de la banda Young Fathers en hasta tres temas, la impresionante voz de Deborah Miller y Liz Fraser, cantante original de la inconmensurable ‘Teardrop’.
Todo esto, sin embargo, incapaz de ser más que un engranaje del fusil que disparaba una y otra vez balas directas a nuestra consciencia. Los únicos momentos de respiro, curiosamente, fueron tres de los éxitos más grandes de la formación, ‘Angel’, ‘Unfinished sympathy’ y justamente ‘Teardrop’, donde los visuales desaparecieron para dar paso a un efectista juego de luces. Una especie de autocrítica, una forma de demostrar que incluso ellos son incapaces de no bajar a la simpleza de dar a la gente lo que busca sin artificios, distracciones o proclamas que no les haga disfrutar de lo básico e inmediato.
Massive Attack fueron jurado y jueces de un litigio que al fin y al cabo no era más que un espejo gigante en el que el público miraba el reflejo de sus vergüenzas. Todos nos sentimos expuestos ante el horror del día a día, ese que preferimos obviar para seguir avanzando, autoconvenciéndonos de que bastante tenemos con sacar adelante lo nuestro como para vivir pendientes de los demás. Convirtiendo nuestro individualismo vacío en el centro de un mundo caótico al que prestamos la atención justa, que no la necesaria. El resultado fueron lágrimas y estómagos revueltos, caras desencajadas y nervios a flor de piel.
Me gusta imaginar que al acabar el concierto, ya entre las sombras del lateral del escenario, el grupo se quedó un rato comprobando el efecto que su increíble ‘show’ tuvo entre el público. Viendo cómo se marchaban hacia barras patrocinadas por multinacionales camino al concierto de Jungle, una de las formaciones más divertidas de ver en directo. Porque el sistema es tozudo y también cuenta con los que abren los ojos de más, haciendo de todos, incluidos Massive Attack, nada más que pequeñas hormigas a su servicio.