El rock ha muerto. Otra vez

 
 

Josh Kiszka (Greta Van Fleet ). / ÁLVARO RABADÁN

 

Cuando leo un artículo de opinión de cualquier tipo no me gusta que el autor se defienda, en general; ni que lo haga en las primeras líneas, en particular. Sin embargo necesito puntualizar desde el inicio que aquí no pretendo criticar la música actual, ni mucho menos justificar que el rock sea mejor que ningún otro género. Prefiero escribirlo ya para que, en caso de que no te guste lo que te queda por leer, construyas un argumento sin usar la carta del ‘boomer’ y  el amargado que no quiere ver más allá de sus gustos de siempre o la falacia que pretende hacer creer que el problema lo tiene el que no comparta los gustos mayoritarios. Porque no es el caso. Tampoco me agrada cuando el que escribe coge de la mano al que lee y le acompaña durante todo el texto. Que cada uno entienda lo que le apetezca, esto es tan solo una reflexión acerca de cómo vivimos un sepelio constante donde el muerto es el rock y los enterradores van cambiando de cuando en cuando.

 

Kutxi Romero, Robe Iniesta, Víctor Cabezuelo y Enric Montefusco. / SERGIO MERCADER

 

Perdonadme los daltónicos de la opinión (los que solo distinguen blanco y negro), pero que 'Motomami’ me parezca una soberana tomadura de pelo a nivel musical no entra en conflicto con saber que el fenómeno Rosalía es mucho más grande que cualquier banda de rock en la historia de este país. Pero si algo nos ha enseñado la industria musical es que se puede ser un fenómeno de masas sin ofrecer nada, u ofreciendo muy poco a cambio. ‘El Mal Querer’ fue un disco maravilloso que aunó en torno a él a gente de lo más variada, pero no era un contrato vitalicio entre todos aquellos que lo disfrutamos, liberándonos de prejuicios, y la carrera futura de Rosalía. Tampoco lo es ‘El Madrileño’, ni lo fue ‘Veneno’, ‘Jazz magnetism’ y ‘Una semana en el motor de un autobús’. Las churras y las merinas no maridan bien, pero permitidme que las mezcle en esta comparación. Hay momentos en los que los astros se alinean, aparecen movimientos que nos hacen creer que surgen de la nada y todo aquel que no los comparta pasa a ser un ‘pollavieja’ que no está preparado para los nuevos tiempos.

 

Diego Ibáñez (Carolina Durante). / ÁLVARO RABADÁN

 

El trap y los sonidos urbanos engullen hoy al rock en clubs, radios y ‘playlists’. Los festivales han vuelto y los puestos más altos de muchos de ellos son ocupados por tendencias ‘alejadas de la guitarra’. Personalmente, y siendo alguien ajeno a su cultura, me parece un movimiento de lo más interesante, con un trasfondo puro que hoy en día está contaminado por los de siempre, los que encuentran negocio detrás de cada mente a la que exprimir.

Es imposible luchar contra un fenómeno tan arrollador como el de la música urbana, pero es de ser tan iluso o más pensar que engullir significa enterrar. Antes pasó con la música electrónica, el hip hop y los propios subgéneros del rock que algunos abogaban por ser, al contrario del cuadro, hijos devorando a Saturno. Nunca va a dejar de haber cuatro chavales que se junten en un local de ensayo para cantar acerca de sus vidas. El truco consiste en hacernos creer que lo que viene, llega para quedarse, y que el que estuvo, dejó de ver el mundo que le rodea como si fuésemos ciegos incapaces de comunicarnos con la vida real. No. Desde hace mucho tiempo el que viene ocupa un lugar que será desplazado por la siguiente corriente. Quien hoy tenga el pelo de dos colores, defienda a muerte el autotune y cante sobre, no sé, su barrio, será arrastrado como lo fuimos los que íbamos con pantalones anchos enseñando medio culo, con camisetas de Korn y desgañitándonos con guturales. La atalaya de superioridad moral desde la que hoy juzgas ya tiene al lado una que se está construyendo sin que le prestes atención y terminará por dejarte muy por debajo.

 

Antonio García Vázquez (Arde Bogotá). / CARLOS PLAZA

 

La sociedad y, muy especialmente, la gente más joven en estos años han cambiado. Nos da pereza leer un tuit largo. Evitamos ver un vídeo de más de dos minutos. ‘Scrolleamos’ en cuanto el ‘Reel’ de Instagram de turno se alarga más de la cuenta. Nos quedamos con el titular de una noticia sin ni siquiera leer la entradilla, cuanto menos el artículo completo. De hecho, me sorprende que sigáis leyendo a estas alturas, tras 740 palabras hiladas. La música no podía escapar de esa tendencia al «mucho texto» y el consumo rápido. No, el rock no estudia a los clásicos griegos ni lee siete periódicos al día, pero esto no consiste en explicarle a un chaval que ‘Magnolia’ es una profunda obra de arte a pesar de que ‘Nebulosa Jade’ no tenga un baile en TikTok. Rufus T. Firefly ni fue ni será nunca ‘mainstream’. Tampoco lo pretenden. Pero no dejarán de hacer música nunca. Y si lo hacen, vendrán otros que construirán sonidos sobre los cimientos de una guitarra o un teclado, juntándose con amigos y descubriéndose grupos entre ellos. Cogiendo referencias de los estilos que predominen en ese tiempo y alimentando al muerto, que lejos de desaparecer, se descubrirá como simplemente alejado de aquellos que deciden hacia dónde mover los focos mediáticos.

 

Abraham Boba (León Benavente). / CARLOS PLAZA

 

Es cierto que el rock, en todas sus vertientes, no está en su mejor momento. Pero no es menos cierto que siempre vuelve. Todos estaremos de acuerdo en que Axl Rose moviéndose por el escenario no tiene nada que ver con Marc Ros haciendo el ‘show’ del letrerito. Ni Jimi Hendrix quemando una guitarra con Diego Ibáñez golpeándose con el micro hasta sangrar. Tampoco Alex Turner transformándose disco a disco en un personaje de ‘Snatch’ con la banda ‘random’ que toque este fin de semana delante de quince personas en un antro. O Freddie Mercury desplegando glamur en cada declaración con Robe Iniesta haciendo la enésima comparación entre una flor y un coño.

Pero sí que coincidiremos en que la llama que prende a cada uno de ellos es la misma. Es la que hoy algunos se empeñan en decir que está apagada para que las luces enfoquen donde ellos decidan. Es la misma que seguirá ardiendo mucho después de que su atalaya, y las que vengan, sean solo un recuerdo de algo que llegó, vio y, aunque nos hicieron creer que sí, no venció.